jueves, 29 de enero de 2015

El síndrome de Piketty: zurdazo a la lonchera

Publicado en El Espectador, Enero 29 de 2015







“Rechazo esta nominación pues considero que a un gobierno no le corresponde decidir quien es honorable”. 


Con esta lapidaria frase el economista estrella del 2014, Thomas Piketty, repudió hace poco la Legión de Honor que le ofrecía su patrón. Muchos personajes famosos han declinado honores oficiales. David Bowie y Keith Richards rechazaron la Orden de la Caballería Británica, pero ninguno de ellos vivía de la nómina oficial como Piketty, un hijo mimado del sistema educativo y burocrático francés. Profesor e investigador en entidades públicas, su preparación para esos puestos también fue financiada con fondos estatales. Piketty se graduó de la prestigiosa École Normale Supérieure, un establecimiento público que acoge básicamente vástagos de las clases sociales mejor preparadas. Las "Grandes Écoles" francesas son establecimientos de élite, para la élite, pero públicas y gratuitas; algo como la Universidad de los Andes, con los mismos profesores, alumnos, bibliotecas e instalaciones, pero a cargo del fisco. Gracias a esa formación de primerísimo nivel, pagada con impuestos, Piketty se convirtió en economista de Estado. Una de las críticas a su  trabajo es precisamente no haber tenido en cuenta transferencias como la que a él lo benefició.


Algunos recuerdos de infancia de Piketty pueden ayudar a entenderlo. Hijo de una pareja izquierdista radical de la generación del 68, el pequeño Thomas pasó unos años criando ovejas en los Pirineos. Su madre, de clase obrera, y su padre, de familia muy acomodada, se conocieron en una protesta callejera parisina. Ella militaba en el grupo extremista “Lutte Ouvrière” al que él se unió siguiéndola. Para evitar la presión de los camaradas, que le exigían cobrarle “impuesto revolucionario” a sus familiares, el padre de Piketty decidió refugiarse en el departamento más pobre de Francia, comprar un camión lleno de ovejas y empezar a producir quesos. Las dificultades de la vida campesina marcaron para siempre al futuro economista. “Recuerdo con amargura el regreso del mercado después de haber vendido sólo tres (quesos)”. Tal vez ahí comprendió que ordeñar la vaca estatal era más cómodo y seguro que criar ovejas. 


Piketty también fue oportunista. El proceso de selección para la Legión de Honor involucra a los elegidos, que suministran información sobre su obra. Quienes por principio no aceptan los honores lo hacen saber “discretamente, antes de la publicación de su nombre en el diario oficial”, señala un alto dignatario. Son pocos los que prefieren “llamar la atención sobre ellos o sobre el combate que libran”, como hizo Piketty, quien le sumó al rechazo una crítica al gobierno, que “debería estar consagrado a relanzar el crecimiento en Francia y en Europa”. El comentario proviene de uno de los economistas del candidato François Hollande, que conocían sus políticas, contribuyeron a diseñarlas e invitaron a votar por él. Con el poder desprestigiado, le convenía tomar distancia, y patear la lonchera con la zurda. 


El síndrome de Piketty tiene su versión colombiana. El discurso contra el  establecimiento es impulsado desde la nómina oficial por congresistas, jueces, sindicalistas o profesores de universidades estatales. Esa no es la parte perniciosa. Habla bien de una democracia permitir la crítica desde sus entrañas. Tal vez caería bien algún reconocimiento esporádico, y no solo quejas sobre el empleador, pero lo que realmente preocupa es la falta de claridad, la retórica casi justificativa, ante el ataque sangriento de unos fanáticos a la libertad de expresión. El periodismo testarudo e insumiso ante el poder, con distintas herramientas, ha contribuido a disminuir la censura oficial, un logro reciente y frágil. La caricatura y la sátira  han sido tan importantes para controlar los abusos de autoridad y la censura como el periodismo de investigación o los debates de opinión. Esa es la lonchera, menos palpable que el puesto de Piketty, que intelectuales inconscientes no dejan de disfrutar pero sin reconocer cómo surgió, ni protestar cuando la víctima de un ataque desentona con su perfil político, su manera de expresarse o su sentido del humor. Por el contrario, la patean irresponsablemente, también de zurdazo, con una perorata anticolonialista digna de asamblea estudiantil en universidad pública. No sorprenderán sus aplausos cuando algún tirano del vecindario censure un caricaturista o periodista de derecha por burlarse de Pablo Iglesias. Como anotó Alain Finkielkraut ante la pataleta de Piketty: “los rebeldes de hoy son unos niños consentidos”. 



REFERENCIAS

Berthomeau, Jacques (2014). "C’était au temps d’après mai 68 où les parents de Thomas Piketty partaient élever des chèvres dans l’Aude…". Blog personal

Linhart , Virginie. (2010) Le jour où mon père s’est tu.  Seuil


Pontie, Aymeric (2011).”Comment Thomas Piketty a manipulé ses chiffres”. Contrepoints, Juin 16

miércoles, 21 de enero de 2015

El derecho a ridiculizar, y la dificultad de hacerlo

Publicado en El Espectador, Enero 22 de 2015
Columna después de los memes










“La libertad y la risa se han hermanado en la tradición europea durante siglos y juntas han proclamado que el derecho a ridiculizar es precioso”.

La anotación es del historiador Simon Schama para quien la sátira oxigenó el debate inglés en el s. XVIII. “La carcajada saludable resonaba en cafés y tabernas con las caricaturas diarias”. James Gillray fue tan popular que su editora alquilaba álbumes suyos por días. Todos disfrutaban al primer ministro con forma de hongo surgiendo del estiércol, o a la reina con senos caídos tratando de seducir al canciller. Esa tradición pasó a Europa y América hasta llegar a Charlie Hebdo. 

Yo vivo agradecido con Wolinski, Cabu y los de Harakiri, “revista estúpida y malvada” porque conocer esa izquierda irreverente y mamagallista, que además disfrutaba la vida, me liberó del trascendental mamertismo colombiano, con lecturas insufribles, resentimiento, sacrificio, autoritarismo, superioridad moral y condescendencia asimétrica con los violentos. Esas cualidades permanecieron, hasta reverdecieron. Indignados con el “no estarían recogiendo café” reaccionaron ante el atentado en París con “se lo buscaron”. No provoca ridiculizar tamaña incoherencia, que da grima. Y mejor ahorrarse las réplicas paternalistas y eruditas a los chistes, otro tic mamerto.

Los interesados por mi colección de Harakiris eran compañeros del Liceo Francés. No era sólo cuestión de idioma. Como su pedagogía, el humor de los franceses no es siempre amigable, pero ayuda a identificar debates serios. El Canard Enchainé, periódico satírico, no es simple mamadera de gallo. Revisando carátulas de Harakiri encontré una de hace 40 años con plena actualidad: una trans exhibicionista con cirio y atuendo religioso, “Escándalo por hostias con hormonas. ¡Niña cambia de sexo el día de su primera comunión!”. Me reí un buen rato, la comenté con dos amigos y hasta ahí llegó. Si se publicara en Colombia algo así, la reacción, fofa y predecible, sería “¡homófobo!”. Temas interesantes y huérfanos de debate, como los LGBT, están bajo una coraza que erradicó no sólo la risa sino la controversia, con la disculpa de que, estando todo clarísimo, se pueden herir susceptibilidades.

Charlie Hebdo surgió de la censura a su antecesor por recordar que un muerto, Charles de Gaulle, no debía ser más relevante que 147 personas calcinadas recién olvidadas. Como no acepta publicidad, las dificultades financieras han sido constantes. El semanario post masacre, con una primera edición agotada de cinco millones de ejemplares, no será ni sombra de lo que fue. Lo aplacarán las masas que se lo fagocitaron. Imposible saber cuanto durará la moda pero serán muchísimos lectores adicionales. Y ante esa multitudinaria nueva clientela, Charlie Hebdo suavizará la sátira. Espero estar equivocado.

A los censores tradicionales, enemigos de Charlie Hebdo, los reemplazó una nueva censura, informal y difusa, de activismos seudoprogresistas que tampoco lo aguantan. Además de estigmatizar el humor, impusieron restricciones al vocabulario, a las formas, a la historia y a la información incómoda. Elaboraron una cartilla del qué opinar, el cómo decir y el qué callar. Amorosamente, protegen minorías y marginados de odios, fobias, indiferencia y chistes. Pero desprecian o insultan opositores, y promueven linchamientos virtuales sin agüero. Con el comodín del matoneo, que va desde mirada fea hasta violencia física, magnificaron los perjuicios de la burla para instaurar un equivalente al delito de blasfemia. Ya está casi maduro el manual de caricatura correcta con el visto bueno de alguna universidad norteamericana.

La reacción de la vieja guardia ante la masacre fue desafiante. “Nos vomitamos sobre quienes, súbitamente, dicen ser nuestros amigos”, comentó Willem, que se salvó por casualidad. Pero los demás sobrevivientes, dócilmente, se dejaron entrevistar para un programa televisivo de audiencia masiva: “estos días los pasamos en el corazón de Charlie Hebdo. En su sala de redacción vimos cómo encontraron las fuerzas para sacar este número”. También hablaron personas que hicieron fila de madrugada para comprar un periódico que jamás hubieran leído. Sería triste e irónico que ese bastión del humor libertario, malherido, lo acallara un enemigo acérrimo del fundamentalismo, el mercado.

Quedé atónito con la izquierda que pretendió enseñarnos que no debe haber unos muertos más importantes que otros. Ni siquiera son originales: para burlar la censura a ese mismo mensaje nació Charlie Hebdo. No fueron capaces de entender que los millones de personas manifestando no lloraban unos desconocidos sino que defendían unas ideas, en las que toca insistir. “Je suis Charlie”, “Yo no soy Fernanda del Carpio”, que se indignaba con la irreverencia, fingía que ignoraba la verdad y tenía “la tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre”. Al carajo con todas las censuras.



Schama, Simon (2015). “Liberty and laughter will live on”, Financial Times, Jan 7

miércoles, 14 de enero de 2015

Wolinski y las mujeres

Publicado en El Espectador, Enero 15 de 2015




“Eres un gran culpable, Georges. Mereces morir. Una fetua será lanzada contra tí. Que dios te proteja”.
 Con esta amenaza, proferida contra el artista por una mujer con burka, se inicia la autoficción “No tengo ningún remordimiento” que Georges Wolinski preparaba antes de ser asesinado con sus compañeros de Charlie Hebdo. El caricaturista dedicó su vida a burlarse de la obsesión de los hombres por las mujeres, y la fábula que creó para racionalizar y aligerar la condena a muerte que pesaba sobre ellos lo confirma, y demuestra su ingenio. La admiración de Wolinski por el cuerpo femenino se inició temprano, en un hammam tunecino. Tenía nueve años y lo entraron a la sección femenina de los baños. Se encontró empeloto en una piscina llena de mujeres desnudas. “Esa visión no la olvidé jamás”. A sus 78 años Wolinski admitía que no podía ver una mujer sin imaginarla desvestida.
A su primera esposa Jacqueline la conoció en el colegio y la perdió en un accidente. Ella manejaba mientras él dormía en la silla trasera del vehículo. Con 32 años, buscó superar el terrible golpe refugiándose en un pueblito costero con sus dos hijas. Trató de distraerse y cambiar de ideas con el material para un libro de caricaturas que lo volvería famoso: “No pienso sino en eso”. Difícil imaginar en qué otra cosa puede pensar un joven caricaturista viudo, fascinado por las mujeres y criando dos hijas pequeñas. La secuela de ese primer éxito editorial también fue obvia: “Ellos no piensan sino en eso”. A sus propias vivencias y fantasías agregó las de sus amigos cercanos. “Cuando alguien me importa, me intereso por su vida, encuentro una nueva psicología, otra manera de pensar y eso me inspira nuevos personajes”.
En Hara Kiri y Charlie Hebdo su compañero de parranda fue Reiser, otro caricaturista. En plena liberación sexual, estrenando píldora, ya famosos, “las jóvenes venían a la revista y terminábamos en sus casas, o en las mismas oficinas. Hicimos travesuras”. Nada demasiado fuerte, a veces “hacíamos el amor con una joven uno después del otro, que se quedaba mirando. Éramos tímidos, no sabíamos hasta dónde se podía ir con las mujeres”. En las fiestas “las jóvenes nos aplaudían mientras bailábamos empelotos en las mesas”. Reiser murió en los ochenta y “su humor transmite una alegría de vivir libertaria que desentona en el mundo actual”. Con el tiempo las compañeras de rumba, incluyendo su segunda esposa Maryse que conoció en la época feliz y desinhibida, comenzaron a ver en Wolinski un machista misógino. Triste ironía para alguien que amaba tanto a las mujeres.
En la tira cómica, Georges vuelve a encontrar a Leila, la mujer de la fetua, en un Sex-Shop halal donde ella vende ayudas para la sexualidad conyugal. A cambio del perdón, Wolinski le propone hacer desaparecer toda su obra vergonzosa. Vuelve al pasado y le pide a su alter ego joven que en su primer libro vista con burka a todas las mujeres. Hasta cambia el título a “No pienso sino en dios”. La mujer desnuda a cuatro patas en posición provocadora, se convierte con burka en una musulmana orando. Leila queda maravillada con el milagro y lo perdona.
Wolinski enfrenta otro juicio, esta vez por misoginia, ante un tribunal de mujeres convocadas por Maryse. Lo integran Benoîte Grould, escritora feminista, Simone de Beauvoir, Françoise Sagan, Betty Boop y la Gioconda. En su defensa Wolinski alega que “tendremos que volver a las conveniencias de los buenos modales, a las mojigaterías y prohibiciones de la religión que regían nuestra infancia. A veces añoro mi inocencia y mi emoción cuando las jóvenes me ofecían su boca y yo palpaba febrilmente sus sostenes de concreto. Hoy la calle está llena de mujeres vestidas, o desvestidas, que se contonean con shorts minúsculos. ¿Los hombres deben simular que las ignoran?”. Wolinski real reitera que no comprende la actitud de esas mujeres provocadoras, y mucho menos la de las feministas que se enervan y desesperan con su obsesión por mirarlas, con su apetito inocuo por ellas.
Al final de la autoficción, Leila reaparece como parte de un comando kamikaze para ejecutar la fetua, pero está dispuesta a cumplir su acuerdo con Georges. Ella misma lo salva sacrificando a sus compañeros. Después se une al grupo de mujeres que juzgaban a Wolinski, aprende a maquillarse para seducir hombres y se siente “feliz de ser deseada”. Georges se dedica a pintar cuadros abstractos con agua de rosas.













miércoles, 7 de enero de 2015

Política ficción: nueva república islámica

Publicado en El Espectador, Enero 8 de 2015